El Acuerdo Transatlántico sobre Comercio e Inversión (ATCI), o como más usualmente es conocido en inglés con el nombre de Transatlantic Trade and Investment Partnership (TTIP), cuyos orígenes lo podemos encontrar en el año 1990, en febrero de 2013 se materializó con el anuncio de lanzar acciones orientadas para iniciar negociaciones. A pesar de las declaraciones públicas en sentido contrario, estas negociaciones se están llevando a cabo a puerta cerrada y en secreto. El tratado tiene como objetivo declarado “eliminar las barreras comerciales entre los Estados Unidos y la Unión Europea (suprimir aranceles, normativa innecesaria, restricciones a la inversión, etc.) y simplificar la compraventa de bienes y servicios entre estos dos espacios”. Todo esto en realidad significa, tal como ha sido denunciado por numerosas organizaciones, regular aspectos relacionados con los estándares técnicos de productos en el mercado, la ausencia de sanciones contra los abusos en aras al “desarrollo sostenible”, la privatización de servicios públicos o la pérdida de confidencialidad de los datos personales.
Pero, desde la perspectiva de la soberanía de los Estados en materia de Justicia, debemos prestar atención en la previsión de creación de un mecanismo de resolución de controversias inversor-Estado (Investor State Dispute Settlement, ISDS, por sus siglas en inglés), mediante el cual las empresas pueden emprender acciones legales contra gobiernos locales, regionales y estatales cuando consideren que una norma emitida por cualquiera de ellos puede restringir o limitar sus ganancias presentes o futuras, o sus intereses comerciales han sido perjudicados. Éste es un tribunal privado, formado por tres abogados designados por firmas internacionales de reconocido prestigio, y cuya decisión no será susceptible de ser impugnada ante ninguna otra instancia jurisdiccional.
Cabría hacer un análisis profundo sobre los problemas que generarán respecto de los derechos laborales básicos, y que fundamentalmente vendrían dados por las desigualdades normativas en materia laboral entre los EEUU y la UE, fruto de culturas jurídicas absolutamente distintas. Esto provoca el denominado dumping social, es decir, el enriquecimiento empresarial a costa del abaratamiento de la mano de obra y la consiguiente desprotección de los derechos de los trabajadores bajo el falso alegato de ser más competitivos en el mercado exterior. El establecimiento de un tribunal de estas características y con esa composición, viene a ser un torpedo bajo la línea de flotación del concepto clásico de jurisdicción, entendida ésta como función estatal y como órgano que ejerce un poder reservado al Estado.
Los términos en los que se concibe el ISDS, pueden tener efectos en la actividad de instituciones (o poderes) del Estado, como el legislativo y ejecutivo, puesto que el momento que se le puede obligar a compensar a las compañías cuando vean restringidas sus ganancias o perjudicados sus intereses comerciales, provoca que las legislaciones nacionales se deban ajustar a este nuevo paradigma. Además, las decisiones de ese tribunal arbitral pueden suponer la vulneración del principio básico de independencia de los órganos jurisdiccionales de los Estados. Esta situación puede llegar a condicionar la respuesta de los tribunales de justicia a las ganancias o intereses comerciales derivados de las fórmulas de compensación a las compañías inversoras que se pueda prever en el tratado, y en su caso implicar la responsabilidad del Estado por las decisiones de sus tribunales.
Es por ello que Jueces para la Democracia quiere hacer un pronunciamiento contrario a la promulgación de ese tratado en los términos y en la forma que se está negociando, exigiendo una absoluta transparencia de su contenido, una participación efectiva de los ciudadanos en su elaboración, y en todo caso el mantenimiento y protección de la soberanía de los Estados en ámbitos tan sensibles como la independencia del poder judicial.