Imagina que llegas con tu coche a una ciudad nueva. Esperas que haya alguna diferencia en la señalización, pero nada muy drástico. Al fin y al cabo, no te has ido tan lejos. Estás en la región de Frisia en los Países Bajos y hasta ahora, en todo tu viaje hasta llegar aquí, te las habías arreglado bastante bien. Pero aquí notas algo raro que no tienes claro qué es. Hay algo diferente. Cuando llevas varios minutos conduciendo por las calles te das cuenta: no has visto ninguna señal de tráfico. Y no, no es que te las hayas saltado todas. Es que no hay.
Posiblemente estés en Makkinga, de 1.000 habitantes, la joya de la corona de los proyectos del ingeniero holandés Hans Monderman, que se preguntó durante su vida si el problema del tráfico y los accidentes en las ciudades no sería precisamente un exceso de señalización. Cuando hay muchas normas, prohibiciones y limitaciones, pensaba Monderman, los conductores y peatones se relajan ante la sensación de seguridad y se sienten menos responsables, lo que provoca muchos accidentes.
¿Y no provoca la falta de señales el caos? Según muestran los datos recogidos en las ciudades frisias (había hasta una de 50.000 habitantes en la que la señalización se redujo al mínimo), no. Imagina que llegas a esa ciudad, con calles muy estrechas y sin ninguna señal, con miedo a atropellar a alguien que pueda aparecer en cualquier momento… ¿no irías más despacio y prestando mucha atención? Esto es lo que decía Monderman que lograba: hacer que las carreteras fueran más seguras haciendo que pareciesen inseguras.
Detrás de todo esto hay una filosofía llamada “Espacio compartido”, que busca minimizar las demarcaciones entre el tráfico de coches y el de los peatones, con la eliminación de bordillos de aceras, las señales y otros elementos. Un poco lo que vemos en nuestras ciudades en las zonas de prioridad de peatones, pero llevado a un extremo.
Monderman quería hacer que las ciudades y sus calles fueran también lugares para las personas y no solo para los coches, fomentando esa convivencia haciendo que las fronteras entre espacios desaparezcan. ¿Imaginas que el resultado tiene sonido de claxon y gritos en cada intersección? Te equivocas: los conductores han pasado a mirarse y comunicarse, poniéndose de acuerdo tranquilos para cederse el paso y ver quién pasa primero. Y los accidentes en la región se han reducido a la mitad.
Por supuesto, es siempre difícil imaginarse en qué se traduciría una situación similar en España, donde tendemos a vernos como conductores más bien irascibles y no demasiado respetuosos. Pero no hay más que pensar en pueblos pequeños hace muchos años, cuando todavía no había señalización de tráfico. ¿Se enfadaban los conductores? ¿Había accidentes en cada intersección? No: se miraban e intentaban llegar a un acuerdo para ver quién pasaba antes.
Lo que cuesta imaginar más es cómo funciona esto en ciudades en las que hay mucho tráfico. ¿Es posible una vida sin semáforos? ¿Una ciudad en la que acera y calzada se desdibujan en una única superficie? ¿Un espacio compartido en el que en vez de señales hay árboles y todos somos más felices? Parece una utopía. Pero una de esas que ya se ha hecho realidad en varios lugares de los Países Bajos y otros puntos de Europa.
Foto de portada: Milchlieferrant